Es realmente complicado hacer que un economista entienda (hoy) el concepto de nación. Desde nuestro punto de vista, existe una esfera de decisiones que tomar de forma individual y otra esfera de decisiones que tomar de una forma conjunta, en sociedad. Decisiones tales como “cuántos parques queremos pagarnos a costa de consumo privado”, “cómo debemos redistribuir el dinero”, etc, etc, etc. La sociedad, a su vez, no se define de una forma arbitraria, sino en función de las decisiones a tomar y las personas implicadas. ¿Tengo yo que decidir cuánto se gasta un salmantino en unos parques que sólo visitaré en virtud de turista? Desde luego que no. Sin embargo, si Salamanca y Zaragoza comparten una misma moneda, la decisión social de cómo gestionar la política monetaria sí nos incluirá a ambos a la fuerza, puesto que la impresión de euros, con indiferencia de dónde se realice, nos afecta prácticamente por igual.
Es por esto que la sociedad acaba necesitando dividirse en “niveles” de decisión, en función de la materia a tratar. A saber, en el día de hoy el municipio de Zaragoza estaría incluido en la ONU, en la Unión Europea, en el G20, en España, en la comunidad de Aragón, en la provincia de Zaragoza y, por último, tendría una esfera de decisión exclusiva como ciudad. Aún es más, un ciudadano zaragozano también estaría incluido en su barrio, su asociación de vecinos y, poniéndonos quisquillosos, el grupo de personas con el que comparta su vivienda. ¡Todo esto aparte de su extenso abanico de decisión individual!
Así, cuando un grupo de personas se ponen de acuerdo en reclamar la independencia de su nación, ¿exactamente, qué reclaman? ¿total libertad para actuar como les dé la gana, en detrimento de sus vecinos si se da el caso? ¿o, exclusivamente, el apelativo de nación?
Es un matiz muy importante, y para muestra un botón: Cuando un gobierno establece estímulos fiscales para reactivar la actividad económica de una sociedad, importa poco dónde realice el gasto en términos geográficos, pues la observación nos ha demostrado que el mismo se filtra interregionalmente y acaba afectando en un área geográfica francamente vasta. Pongamos que ahora, a las regiones afectadas, les preguntamos si desean participar (con su bolsillos) en el gasto que supone el estímulo o no hacerlo, pero sabiendo que el resto sí lo harán. De no entrar la solidaridad de por medio, ¿por qué iban a gastarse nada, pudiendo beneficiarse igual?
Por supuesto, éste es un problema que puede solucionarse mediante el establecimiento de fronteras, aranceles y todo tipo de trabas a la interacción, si es eso lo que queremos. Al final todo constituiría por tanto un análisis coste-beneficio, y el coste de poner barreras estrictas -nos dice la historia- es tan elevado, que no suele tener mucho sentido recurrir a medidas así, por mucho que sean legítimas.
De todas formas, las voces independentistas que se escuchan en España no acostumbran a seguir este camino. No se trata de un “quiero establecer esta medida”, o “estoy dispuesto a cerrar mis fronteras para adoptar tales políticas”. La independencia no conforma un medio, sino que es un objetivo en sí. Y el conflicto, en estos términos, se reduce a la tontería siguiente: Si un país consigue la independencia, una serie de personas (los independentistas) se ve afectada positivamente al conseguirla, y otra (constituída por los anti-independentistas) se ve afectada negativamente. La decisión debería estar, por tanto, en manos de todos: Una región, hemos quedado, no debe tomar nunca por su cuenta decisiones que afecten negativamente a las que le rodean...
Claro, llegados hasta aquí, la pregunta más acertada que cabría hacerse es: ¿Y si a un zaragozano le molesta que Salamanca esté muy bonita con un montón de parques? ¿No debería ese maño tomar parte en la decisión de cuántos parques se construyen en Salamanca?
Y la respuesta es... que sí, sin dudas. Viéndolo así...
Pocas vueltas más hay que darle para deducir que el debate tendría que llevarse un poco más allá. Quizás convertirlo en conflictos más auténticos, buscar la lógica. Por ejemplo, ¿quizás no sea tan descabellado eliminar de las aulas el castellano en una sociedad donde el idioma común es (se supone) el inglés?
Sé que al final el debate es una competición más de las que tanto nos gustan, Apple contra Android, un PP - PSOE o un Barça - Madrid, donde nuestra opinión está sentenciada mucho antes de entrar a debatir. Pero, a favor de la cordura, siempre quedará un punto de vista objetivo. Supongo que la labor científica aquí se reduce a... demostrarlo.